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....Cabalgué a lomos del Dragón. Y él volvió hacia mí sus enormes ojos color violeta. Y me sonrió.




martes, 4 de mayo de 2010

Un paseo por el Caurel

El mismo esquema que en mi entrada anterior. Descripción detallada de situaciones, impresiones, emociones...
Esta es una memoria de una salida al monte. Aquí, las emociones dejan con frecuencia su situación "subliminal" e irrumpen al plano del texto. Todo lo que describo, tanto lo vivido como lo sentido y lo pensado, es real. No puedo escribir a este nivel si no es sobre vivencias reales. =============================================================

12-06-2001
He salido del Centro Nodal a las 14:45 y he ido directamente a casa. No voy a ir por la tarde a la oficina. Como tenía pevisto, al llegar a casa, bajo a Alcampo a comprar lo necesario, lo más aprisa que puedo. Subo a casa y hago una comida ligera, tratando de no desperdiciar ni un minuto. Cuando por fin salgo, son las 16:30. Un poco justo, pero puede hacerse.
Por suerte, hay muy poco tráfico hasta Lalín, y consigo una buena velocidad media. El tiempo es soleado, con alguna nube; la temperatura, muy agradable. No he traido la carátula del autoradio; mejor, así me concentro más en conducir.
Pasado el Alto del Faro, encuentro toda la carretera arreglada, siendo corredor rápido hasta Monforte de Lemos. Sigue habiendo muy poco tráfico, y hago cómodamente 110-130 km/h. Llego a Quiroga a las 18:30. Ahora tengo que hacer uso de la memoria y la intuición, pues voy a tomar carreteras por las que no paso hace muchos años. A la salida del pueblo sigo la carretera y tomo a continuación la desvación hacia Fisteus y Vilarbacú. El paisaje cambia bruscamente y conduzco por un túnel verde de castaños y abedules. La carretera comienza a subir, y el firme empeora. Los soutos de castaños comienzan a escasear. En los kilómetros siguientes la carretera no me suena de nada, y empiezo a dudar si no me habré equivocado. Es estrecha y sinuosa, y no hay quitamiedos. La caida -si la hubiese- sería de más de 500 mts. Conduzco con cuidado, y no me cruzo ni con un sólo coche.
Por fín, 12 kms. más adelante, llego hasta Cruz de Otero, unas pocas casas en un collado. Ahora sí reconozco lo que veo. Recto, hacia Vilarbacú; a la izquierda, hacia Seara y Soldón. sigo sin dudar esta última dirección.
Aminoro la velocidad, a medida que me aproximo a mi punto de destino. En cuanto la carretera empieza a bajar, miro atentamente el paisaje, intentando hacer casar lo que veo con los retazos que -después de 14 años- pudieran quedar en mi memoria. Entonces lo veo: a la vuelta de esa curva, está el castro. He llegado. El cuentakilómetros marca 175 km. desde Santiago. No creo que mucha gente sepa que esto es un castro. Tengo la vista algo entrenada en estas cosas, y lo identifico fácilmente, pero pasaría inadvertido para cualquiera que no sepa dónde mirar. Hace catorce años, con el buscador de metales, encontré aquí, junto con Carlos, un enorme clavo de hierro muy oxidado que él identificó como medieval. No me imagino qué actividad humana pudo hacer llegar a este recóndito lugar, durante lo siglos oscuros, semejante clavo. Cuesta más imaginar, que aún muchos más siglos atrás, una guarnición militar romana controlaba estratégicamente el enclave, a fin de garantizar el funcionamiento de la industria minera imperial, a base de esclavos indígenas como mano de obra. Ahora, sólo el silencio controla y se enseñorea de este lugar.
A menos de 100 mts., una desviación baja de la escarpada carretera hacia el río que corre por el fondo del valle. Un letrero, "El Mazo" (antes no lo había) revela que el enclave fué en otro tiempo ubicación de una herrería. "El Mazo" hace alusión al dispositivo percutor (martillo) movido por energía hidráulica, que era la base de la factoría.
Doy la vuelta con el coche y regreso al castro, único sitio donde puedo dejarlo sin que esté en medio de la carretera. El coche tiene casi 300.000 km en su haber, y no es imposible que sufra una avería, por muy fiable que sea. Esta idea me inquieta un poco; podría ser complicado salir de aquí en tal circustancia. Hace muchos kilómetros que el móvil no tiene cobertura. Apago el motor y pienso: "Gracias, cochecito mío, por haberme traido hasta aquí". Me sorprendo al instante, pues he escuchado mi propia voz formular esta idea. No lo he pensado; lo he dicho.
Calzo las botas, cojo el bastón y la bolsa, salgo del coche y lo cierro. Son las siete y media. Tengo poco tiempo, pero experimento una euforia salvaje. Catorce años deseando regresar a este lugar. En dos saltos, subo a castro y miro al valle. Es el Caurel profundo, el Caurel desconocido, secreto. Pienso que es tan secreto, que hasta sus pocos habitantes deben ignorar que viven en el Caurel; pues geográficamente la sierra del Caurel propiamente dicha comienza más al norte; pero es el mismo paisaje. Las mismas solitarias y silenciosas montañas. los mismos alegres arroyos que saltan entre frondosa vegetación, por el fondo de los mismos recónditos valles.
Todo está como entonces, hace catorce años. De las imágenes que guardo en el fondo de la memoria, no puedo ver que nada haya cambiado. Ojalá que nunca cambie. Permanece en secreto, Caurel, aislado del tiempo. Que nadie, a ser posible, descubra tus encantos. Que nadie se atreva a abrir pistas para 4x4, ni construir campings, ni casas de turismo rural. Permanece así para siempre.
Bajo por la pista hasta El Mazo. me viene a la memoria cuando la otra vez, con el viejo 1200, tuve que cruzarme en esta pista con una carroceta de pasto que subía. La pista era tan estrecha que los vehículos a durísimas penas pudieron cruzarse. "Pero hombre, -me dijo el paisano, -se toca la bocina antes de bajar, y hubiera esperado". Y yo qué se. Tuve que bajarme para indicarle a Carlos -al volante- hasta qué punto podía girar las ruedas sin caerse monte abajo con coche y todo El coche era mío, pero el miedo lo pasó él. Aquello sí que era para haber hecho una foto. Quedó una ventanilla medio abierta, del lado de la carroceta, y estuve sacando pajas del coche varios días.
Ahora la pista es más ancha y está asfaltada. Veo a la izquierda, en la ladera, construcciones en muro de piedra en forma de círculo. Me contaron una vez que estas construcciones, llamadas albarizas y hoy en desuso, servían para proteger los panales de las abejas de la glotonería de los osos. Hace ya unas dos décadas que el oso se extinguió de Caurel, y en cuanto a la miel, veo a continuación unos panales en un prado junto al río, cerca de las casas del El mazo.
Llego a la aldea, donde un hermoso puente cruza el río de Soldón. Hay un sólo coche aparcado en el único sitio donde cabe un coche. Sale una debilísima columna de humo de la chimenea de una casa. La aldea no está abandonada del todo, al menos. Cruzo el puente, y dejo que mis pies me guien. No me acuerdo del camino, pero mi subconsciente sí se acuerda. He debido soñarlo varias veces, aunque ni siquiera soy capaz de recordar los sueños. Lo que recordamos haber soñado es una mínima parte de lo soñado en realidad. No sé por dónde es, pero no dudo.
El camino desciende siguiendo el curso del río Soldón, que baja alegremene y bastante encajonado. Es un camino muy antiguo; este tipo de pavimento, de piedras planas puestas de canto, hace mucho tiempo que no se emplea.
No viene mucha gente por aquí; al menos, no ahora. La vegetación lo invade bastane, y baja algo de agua por el camino. De trecho en trecho, el camino tiene surcos oblícuos que sacan el agua fuera, y sirve par regar los prados.
Al cabo de un rato, cuando me aproximo al arroyo de Montouto (según la hoja cartográfica), la vegetación se espesa en el camino, y tengo que apartarla con el bastón. Por fin cruzo un pequeño puente de troncos sobre el arroyo Montouto, y efectivamente, delante de mí están las casas abandonadas de la herrería.
Mi corazón late con fuerza. Todo está igual que entonces, sólo que con más vegetación. Ahí, donde esa masa enorme de helechos que me sobrepasan, pusimos la tienda de campaña. Aquí hice una hoguera. Cuántas estrellas ví aquella noche.
La estructura de la herrería está intacta. Ni siquiera la techumbre presenta apenas ni un hueco. Qué bien se hacían las cosas antes. Me pregunto cuántos años llevará abandonada. Sé que el camino sigue río abajo, y lo sigo un rato. Una pequeña aldea creció al amparo de la herrería. Se cuentan cuatro o cinco casitas, estas sí, con la techumbre hundida. Qué inmensa soledad se desprende de un sitio como este. Me imagino poder tener una máquina del tiempo y poder ver este lugar rebobinando hacia atrás, a gran velocidad. ¿Quién sería el último en marcharse? ¿Cuántas generaciones de ferreiros harían funcionar los mazos y los fuelles? Me vino a la cabeza el clavo del castro. El castro se encuentra ahora justo sobre mí, a unos 100 m. de altura por encima de mi posición. De seguro que el clavo salió de esta herrería. ¿Cuanta gente viviría aquí, en su apogeo? ¿Quién sería su fundador? Como respuesta a mis preguntas, la quietud del aire y el silencio, sólo roto por el rumor del río, que baja en cascadas, allá abajo de los muros de las casitas abandonadas.
Sigo un rato por el camino del río, que ahora baja entre soutos de castaños. Enormes troncos me observan, huecos y heridos por el rayo y el fuego, pero llenos de vida aún. Mis ojos se maravillan ante el enorme repertorio de especies vegetales. Conozco los nombres de sólo algunas de ellas (saxífragas, "rañacús", digitalias, helechos de todo tipo, musgos de todas las texturas), pero qué regalo para los sentidos. Cedo a la tentación, y me siento un rato al borde del camino, con ambas manos sujetando el bastón contra el suelo. Me quedo inmóvil y en silencio, y abro todos mis sentidos para que puedan penetrar en mí todas las sensaciones (e impresiones) que el Caurel puede darme. Entonces comprendo que El Caurel es la proyección externa, la imagen sobre la realidad, de un paisaje interior que tapiza mi espíritu. Como bajo los efectos de un alucinógeno, todas las percepciones se multiplicaron en intensidad. Los aromas, ese olor tan a limpio, a puro; los zumbidos de los insectos, el eterno rumor del río, allá abajo, y los colores, ese abanico de increíbles matices que el atardecer arranca al paisaje, y que sólo en El Caurel he visto.
Dejo que el tiempo fluya, y creo que sería capaz de estar así horas y horas, pero tiempo es de lo que no tengo mucho. Emprendo el camino de vuelta.
Al legar al puente de troncos, miro a mi derecha y veo al fondo, lo que parece una devesa. Lo confirmo en la hoja cartográfica: "Dehesa del Ciervo" Me hace sonreir la errónea traducción al castellano de "devesa". Miro en dirección a la devesa, que debe estar a unos dos kilómetros de mi posición. Sus masas arbóreas me tientan hasta el punto de dirigir mis pasos hacia allí, aunque sé que está fuera de mi alcance, al menos por hoy. Me conformo con estudiar la manera de llegar. En efecto, un camino ancho parece seguir fielmente la margen derecha del arroyo Montouto. Consulto de nuevo la hoja, y veo que cerca de la Devesa del ciervo aparece una pequeña aldea, en la curva de nivel de 1.100 mts.; hoy día necesariamente abandonada. No figura el nombre, pero cerca aparece un topónimo curioso: Los Tornos. Es evidente que el camino que sigo es el que llevaba a esta antigua aldea. En el tramo que sigo, tiene poca maleza, y se hace fácilmente. Me pregunto si será fácil llegar hasta la aldea hoy día.
El sol, al esconderse tras las cumbres, me avisa de que no me demore. Con la puesta de sol y la bajada de la temperatura, parece que se renueva el repertorio de aromas y colores que el paisaje me ofrece. El silencio. El impresionante y solemne silencio, sólo roto por el eterno murmullo de las aguas. Durante horas, no he oido ni una voz, ni un ruido de motor, ni un ladrido, ni un mugido. La soledad. La inmensa soledad de estos montes. Encuentro otro puente de troncos que me brinda la posibilidad de pasar a la otra márgen del arroyo, y regresar por distinto camino. Confío en mi orientación, y no me equivoco, saliendo poco después al camino -ya conocido- que me devuelve de nuevo a la aldea de El mazo.
Antes de entrar a la aldea, el camino pasa junto a unos prados en pendiente. La siega debía estar próxima, pues el pasto alcanzaba una buena altura. Salto el murete de piedra junto al camino y me adentro unos pasos en el prado. Hace tiempo que sentía ganas de hacer esto. En efecto, la hierba me llega al hombro. Extiendo los brazos y rozo los extremos de las hierbas con las puntas de los dedos, como si acariciase la superficie de un mar. He visto hacer esto en escenas de al menos dos películas: Bailando con Lobos y Gladiator. Cierro los ojos, y por un momento veo la escena como a través de un pájaro que me sobrevolase: un hombre solo, en un prado, con los brazos extendidos.
Me agacho y aparto las hierbas para observar cerca del suelo. A este nivel hay poca luz solar, pero un mundo de vida bulle. Lombrices, caracoles, saltamontes, y otros mil insectos. La pradera en sí es otro ecosistema, como lo puede ser un bosque, pero a escala reducida. Todo parece hierba igual, pero observando en detalle y cerca del suelo se aprecia una biodiversidad notable. Un mundo en miniatura, oculto. Un microcosmos.
Tengo que irme, muy a mi pesar. Tomo algunas fotos de las casas de la aldea de El mazo, y al atravesarla, me reciben unos insistentes ladridos. El perro parece muy sorprendido de ver alguien ajeno por aquí. Finalmente, cuando ya me alejo, una figura aparece en el umbral de la puerta de una casa, y recrimina al can para que no monte tanto barullo. Me imagino que el hombre se preguntará -al igual que el perro- quién diablos es ese. En estas circustancias procuro llevar colgados al cuello los prismáticos y la cámara; de alguna manera me ubican, me definen. Pararía a hablar con él un rato, pero no parece muy dispuesto a la charla -quizá me equivoco- y ya he dejado la casa algo atrás. saludo con la cabeza, intentando un gesto gentil, y me alejo.
No puedo marcharme sin volverme, a medio camino, para mirar a la incierta luz del ocaso la aldea, la montaña, el río, el valle. ¿Volveré aquí alguna otra vez? ¿Llegaré acaso hasta la Devesa del Ciervo, y las aldeas abandonadas de más arriba? Quién sabe. Sólo deseo que hasta entonces - si ese entonces llega- este Caurel secreto siga durmiendo su tranquilo sueño. Que nada lo perturbe.
Tengo un largo camino hasta Santiago, pero conduzco sin prisa. Llego sin contratiempos, sobre las 12:30 de la noche. Mañana hay que trabajar. =======================================================

OTRAS IMPRESIONES DEL CAUREL

Estoy convencido que El Caurel es un lugar mágico, todo él, y que allí te pueden suceder cosas sorprendentes, inprevistas, maravillosas. En cierta ocasión, cerca de Ferrería Vella, me paré a hablar con un matrimonio mayor, que curiosamente eran catalanes, pero vinculados emocionalmente –como yo- al Caurel. Jubilados y semi-residentes. Charlamos casi media hora, acerca de sitios peculiares y singularidades de la zona, y se sorprencieron de que alguien foráneo como yo conociera tantas cosas de aquella tierra. Entonces me comentó el hombre que alguien había encontrado un escarabajo muy raro en una cueva cerca de Mercurín. Deduje que tenía que ser A Cova das Choias, o A Cova do Eixo. Pero- le dije- ¿Una joya, una especie de amuleto egipcio en forma de escarabajo? No, qué va, un escarabajo de verdad, un animal. Lo sacaron de la cueva y estuvieron estudiándolo, un bicho muy raro.
A mí lo que me pareció muy rara era la historia, y pensé que sería fruto de la fantasía del hombre. pero al día siguente, buscando en Goggle “coleoptero mercurin” o “coleoptero caurel”, va y aparece el escarabajo. Salió una hoja de entomólogos alemanes, donde se relacionaban avistamientos singulares de toda Europa, y allí, había una reseña a un hallazgo en Mercurín, Caurel, España. Venía el nombre en latín, y hasta una foto del bicho. Al parecer, se creía extinto, o algo así. Increíble.

Recuerdo mi primera acampada que hicimos en El Caurel. Nos habíamos tropezado con un paisano que parecía sacado de una novela. Era como el tonto del pueblo, o algo así, y hablaba algo que podría haber sido gallego del interior. Nos describía la manera de llegar hasta las fuentes de Aguas Blancas y Aguas Rubias. Yo no entendía nada, pero decía que sí a todo, por si acaso. Pero lo que hablaba aquel tipo... Lástima no tener una grabadora a mano, porque creo que algún paleolinguista se hubiera quedado pasmado de oir aquello. Desde luego, gallego no era. Yo creo que no era ni latín. Debía ser anterior. En todo caso, era una lengua muerta. ¿De qué extraña falla espacio-temporal salió aquel tipo? ¿Qué demonios hablaba? Cosas así sólo pasan en El Caurel.
Guardo recuerdos de El Caurel que me durarán el resto de mi vida, pero ¿Me recordará El Caurel a mí? ¿Formarán las nubes sobre el Formigueiros una figura que recuerde mi perfil, o esbozarán las volutas de agua del río Selmo, el dibujo de la funda de mi cuchillo?

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