Etiquetas

....Cabalgué a lomos del Dragón. Y él volvió hacia mí sus enormes ojos color violeta. Y me sonrió.




sábado, 8 de mayo de 2010

En la Cova da Arcoia

De nuevo un relato de intensas vivencias, que leído pasados los años, me hace recordar con la misma emoción de aquel dia, una jornada inolvidable.

Exploración da Cova da Arcoia, en Céramo / Visuña / O Caurel.
========================================

18-05-99
Es martes. Voy a trabajar como como cualquier otro día, pero los materiales están en el coche. A las diez subo al C.N., y le digo a Ramón que tendré para el resto del día. Él también sale de viaje. La oficina está tranquila. Mejor.
En el C.N. tengo, efectivamente, algunos trabajos programados, pero ninguno de especial urgencia. A las 12:15 le digo al Jefe del C.N. que voy a hacer una gestión personal importante (en cierto modo, esto no es una mentira), que si preguntan por mí, estaré ocupado el resto de la mañana. Sin problemas. Adiós, hasta mañana.
Conduzco hasta Fontiñas. Javier ya está esperándome, con su coche en la puerta del garaje. Entramos los dos coches, y metemos su equipo en el maletero del mío. Se sorprendió al ver "el cacharro". Te ha quedado bárbaro, me comenta. Muy compacto.
Salimos sin pérdida de tiempo. El día es soleado, pero no muy caluroso; o sea, un día perfecto.
Llegamos a Piedrafita en dos horas menos cinco minutos, justo lo que yo había calculado. Ya tengo controllado el sitio donde vamos a comer; es un área de descanso para peregrinos, a la orilla de la carretera, en medio de la montaña. Tiene mesas de madera, y barbacoas de piedra, y cosas así. Es un sitio idílico. Llegamos allí a las tres menos algo. Una pareja de peregrinos alemanes, ya mayores, nos saludan. Son los únicos que hay en el área de descanso. "Wasser, wasser", me señala hacia arriba. Agua fresca, que baja cantarina entre los helechos. Gracias; perfecto, para enfriar las latas de cerveza.
A la sombra de los abedules, y a los pies del arroyo, le metemos mano a la tortilla que hice anoche. Qué bien sabe la tortilla en el campo. Le eché bastante cebolla, pues Javier es de los que le gusta la tortilla de patata con cebolla, cosa que yo suelo echar de menos. La zona de descanso está tan bien integrada en el paisaje, que uno no sabe si está en ella o en medio del bosque. Javier trajo pan de Vimianzo. Bárbaro. Recuerdo la comida como algo tranquilo, agradable, en confianza. Lástima que momentos así no se puedan disfrutar más a menudo. Javier y yo hablamos de nuestras cosas, pero es curioso, no se habla para nada de lo que vamos a hacer. Tan sólo cuando recogemos la mesa me pregunta sonriendo:"¿Crees que lo lograremos?" "¿Y acaso lo dudas?" le contesto.
Conduzco según el cronograma previsto, y nos adentramos en El Caurel. Está exhuberante de verdor, precioso. Para mí lo difícil y peligroso de conducir por El Caurel es tratar de que la vista no se me vaya contínuamente de delante de la carretera, para contemplar la vegetación y el paisaje.
Llegamos a Seoane, y tomo la carretera de Esperante. A las cuatro y cuarto, según lo previsto, alcanzamos la aldea de Céramo. Fin del trayecto.
La aldea está completamente tranquila. Dejamos el coche justo a la entrada, en el único ensanche que hace la pista, y allí nos pertrechamos. Como hace bastante calor, opto por no ponerme el buzo hasta la entrada de la cueva, pues la sudada podría ser impresionante. Cogemos todo el equipo y "el cacharro". Calculo que pesa unos siete kilos, y se lleva cómodamente en el hombro, como si fuese un fusil. Al atravesar la aldea, saludamos a dos paisanos, que se nos quedan mirando con curiosidad, no sé si por nuestro atuendo, un tanto estrafalario -el espeleólogo no hace concesiones a la estética-, o por "el cacharro".
Habiendo bebido agua, llenado los carbureros, y con las sacas al hombro, comenzamos la subida. Javier me advirtió que era dura, y que lo sería más con "el cacharro". Empiezo a comer caramelos, aunque hace poco que hemos comido, pues no quiero que me pase lo de la otra vez, en Bermún.
Pronto abandonamos las corredoiras y subimos monte a través, por un estrecho sendero de (¿cabras?) espeleólogos. La subida se hace dura, y hay que aminorar el paso, y aún parar para tomar aliento. Nos turnamos "el cacharro". Veo con alivio que no me quedo atrás con respecto a Javier. Él es más jóven y hace ejercicio regularmente, no como yo.
No sé si por los caramelos o por la tortilla, pero cuando pensaba que nos quedaba otro tanto, he aquí que coronamos el lomo del monte. Estamos a los pies de la entrada de la Cova da Arcoia, en Céramo / Visuña, Caurel. Comienza la auténtica aventura. Mientras me pongo el buzo, Javier me enseña algunas orquídeas que ha encontrado en una pradera cercana. Son pequeñas, pero muy bonitas; nunca había visto orquídeas silvestres. En particular me llamó la atención el ejemplar de "el hombre colgado", la cual, en efecto, tiene la forma de un hombre ahorcado. Curiosísimo.
Por fín, cerramos las sacas, encendemos la iluminación y nos metemos en a cueva. Javier me cede el honor de ir delante. Sorteamos, cerca de la entrada, el Pozo de las Calaveras (no es una fantasmada; se encontraron cráneos humanos en el fondo del pozo, durante las primeras exploraciones, según la bibliografía). Cuando lo estoy superando, me resbala una bota en el barro, y no sé cómo hago que casi me voy derecho al pozo. Clavo las manos donde puedo, y apoyo la otra bota no sé donde, y al final no pasa nada. Pero casi. No tenía previsto explorar el pozo de las calaveras, pero estuve a punto de hacerlo por la fuerza. Bueno; no hubiera pasado nada. Es como un talud de barro, y además, no es muy profundo, aunque un esguince de tobillo te lo puedes hacer de lsa manera más tonta. Supongo que habría caído sentado encima de las calaveras.
Poco después llegamos a la llamada Sala de Espera. Llevo el plano en la saca, pero no me hace falta sacarlo; me lo sé de memoria. Tal y como Javier me había advertido, quedo deslumbrado con las formaciones. Coladas, estalactitas excéntricas, hay de todo. Nunca sospeché que en El Caurel pudiera haber una sala tan profusamente decorada, pues el karst del Caurel es de poca potencia, y la caliza aparece mezclada con otras rocas; pero esto supera todo lo esperado. Además, se encuentra en un estado de conservación muy bueno, debido a que la cavidad hace muy pocos años que se conoce, al menos, en su desarrollo principal. Javier conoce la cueva hasta esta sala. Estuvo aquí con su hermano hace un mes.
Después de disfrutar como un loco admirando las formaciones, me encamino hacia el fondo de la Sala de Espera. No necesito que Javier me indique el sitio; puedo verlo con toda claridad. Se trata de un resalte en principio insuperable. De más de dos metros y extraplomado. Por encima de este resalte, la cueva continúa. Es hora de sacar "el cacharro".
El tal cacharro no es sino una escalera metálica desmontable, hecha a base de trozos de angular de hierro, de los que se usan para hacer estanterías metálicas. Puede configurarse como escalera de dos metros, o como mástil de cuatro metros, con los peldaños al medio. Lo monto como escalera de dos metros, pero no alcanza el borde del resalte, por poco. Pruebo a hacer un mástil de tres metros, y encontramos problemas con los peldaños: no se aguantan firmes en su sitio, y caen a un lado o a otro, a poca fuerza que se les haga con el pie. Pruebo a apretar las tuercas al máximo, pero es inútil; el omnipresente barro hace de lubricante entre los perfiles. Pues vaya un problema. Esto no estaba previsto, hay que discurrir. Sin el invento, no podremos superar el resalte.
Al final se nos ocurre un "híbrido", que tiene parte de escalera y parte de mástil sin peldaños, pues en la parte superior éstos no hacen falta. Lo probamos, y parece que funciona. Yo voy primero, Javier me "cede" amablemente el honor de probar el invento.
Subo por la escalera con mucha lentitud, mientras Javier aguanta el pie, para que no gire. He comprendido que la clave del éxito está en controlar el centro de gravedad de mi cuerpo, y mantenerlo siempre en vertical justo encima del estrecho perfil. Parezco un perezoso, de esos de la selva. Por un instante me aborda la idea de que quizá esté cometiendo una terrible imprudencia. ¿Que pasaría si todo esto se viene abajo y me tuerzo un tobillo o me rompo una costilla? Todo esto lo he puesto en marcha utilizando mi sentido común como herramienta maestra, pero ¿Y si falla mi sentido común, aunque sea un poco,?
Finalmente alcanzo salientes en el resalte que me permiten asirme, y paulatinamente traslado mi peso del mástil a la roca. Ya estoy arriba, le digo a Javier. Sí, me dice, pero yo estoy abajo.
No puedo aguantarle el mástil, así que me pasa las sacas, tomo la cuerda y la amarro a un saliente rocoso. Gracias a ella, al mástil y a mis ánimos, consigue subir.
Nos puede la impaciencia. Sabemos que el pasaje ante nosotros, cuajado de estalagmitas, es la Galería de los Topógrafos. Y ambos sabemos qué hay más allá. No puedo esperar más, y mientras javier recoge la cuerda y organiza su saca, avanzo por las estalagmitas y llego a la Sala del Elefante.


No me reprimo, y grito como un loco. Es la conducta habitual en estos casos. El Elefante es una enorme colada estalagmítica, que ocupa la mayor parte de la sala. Es impresionante, blanca, mucho más grande de lo que me imaginaba, aunque habíamos visto una foto en una revista. Realmente su forma no recuerda un elefante, sino un volcán. Quizá le pusieron ese nombre por la textura de la superficie. En la parte baja de la colada, donde la inclinación de la superficie disminuye, se han formado gours, justo como sospechaba. La teoría se cumple. Hay que sacar fotos de todo esto; pero a la vuelta. Ahora hay que continuar la exploración.
El artículo dice que la exploración continúa por un resalte fácilmente superable. Saco la brújula y el plano, y localizo el resalte. Caray con el "resalte fácilmente superable". Me ha llevado varios minutos de contorsiones y equilibrios, y a Javier le pasa lo mismo. Continuamos hasta el talud instalado con cuerda. En efecto, se vé una cuerda anudada que cuelga por una especie de tobogán de barro. El tobogán termina hacia abajo en un pozo, así que mejor agárrate fuerte a la cuerda y no te sueltes. Sucedió algo curioso, y es que pasa primero Javier, y le veo resoplar y jadear en la cuerda anudada. Le cuesta bastante llegar arriba. Cuidado, que es duro, me dice. Me preparo para lo peor y me echo a la cuerda. Subí casi con las manos en los bolsillos, sin esfuerzo ninguno, con saca y todo. Al llegar arriba nos miramos, mutuamente sorprendidos. Parece que he nacido con habilidades insólitas para algunas cosas.
La exploración continúa, llevándonos cada vez más adentro de la montaña. Observamos gruesos mantos de caliza muy blanca, y esto nos sorprende, sobre todo a esta profundidad, pues se supone que es un karst de potencia baja, y con caliza que aparece siempre en combinación con otras rocas. Todo esto es una lección de Geología "en vivo".
Finalmente, a través de meandros y taludes de barro que descienden, llegamos al pequeño lago, esto es, al final de la cueva. Sentimos una singular emoción al haber llegado al final de la exploración, de haber alcanzado nuestro propósito. Descansamos un rato en el lago y sacamos las cámaras y los flashes. El regreso será, como siempre, más lento y meticuloso; primero, porque vamos en general hacia arriba; segundo, porque vamos haciendo fotos. Sacamos algunas en el lago, en la Galaría del Pozo Magnífico, el cual no nos dió tiempo a explorar, pues se nos hacía tarde, y sobre todo, en la sala del Elefante. El posterior descenso por el mástil no tuvo incidentes, pero se hacía muy tarde, y yo estaba cansado. Más que cansado, lo que tenía eran ganas de salir. Casi seis horas en la cueva son la explicación del fenómeno. No hice fotos en la Sala de Espera. Como Javier la tiene bastante bien documentada, ya le copiaré algunas diapositivas más adelante. Salimos de la cueva a eso de las once de la noche.
Quiero pararme en este momento, pues fué de una sigular belleza, al menos para mí. Salí al exterior y apenas lo noté, pues ya era de noche. Lo noté porque de pronto encontré un arbusto ante mí, y mi voz sonó distinta, y en el cambio en la temperatura y humedad del aire. En el exterior hacía más calor. Me puse en pié, y en un primer instante la oscuridad fué total, mucho más que en el interior de la cueva, pues la luz de mi casco no encontró en ninguna dirección superficie que iluminar, salvo a mis pies.
Muy solitarias son las montañas de El Caurel. Ni una sola luz, ni aldeas, ni carreteras, ni una baliza de torre, ni coches, ni casas, ni una hoguera. Oscuridad absoluta. Se me ocurrió pensar que habíamos dado un salto atrás en el tiempo, y salíamos en el Cuaternario. Tan sólo una debilísima franja azulada, última huella del crepúsculo, que revelaba la dentada forma de las crestas de los Ancares, en el horizonte. Tímidas estrellas empezaban a aparecer.
Y entonces, allí abajo, a mis pies, sí había luz. La pequeña aldea de Céramo tendría como media docena de luces de alumbrado público, de estas que son azuladas. La impresión era como una pequeña galaxia flotando en un cosmos infinito de terciopelo negro. Esta impresión me conmovió, y pensé en lo que debieron sentir los tripulantes del Apolo XII al ver asomar sobre la luna el planeta Tierra, como una joya azul brillando sin equiparación posible, en un cielo perfectamente negro.
La bajada por el monte, en medio de la noche, fué muy alegre. La temperatura era excelente, debía haber más de 20 grados. Yo hacía agudas reflexiones en voz alta, y rompí a cantar. Se te ha subido la cueva a la cabeza, -me dice Javier. La cueva o los caramelos, que eran de cubalibre, no sé. Al final, la luna asomó triunfante sobre la cresta de un monte. No recordaba una situación así desde la acampada que hize en Somiedo, hace ahora nueve años. Me hubiera gustado detenerme un buen rato a contemplar el valle, los montes, los árboles, el riachuelo, en una apacible noche de primavera, a la luz de la luna; pero se nos hacía tarde. En la aldea no había ni un alma (lo contrario hubiera sido sorprendente); ni un perro nos ladró. Al pie del coche, y a su luz, nos cambiamos de cualquier manera y organizamos las bolsas, si así se le puede llamar a aquel amasijo embarrado de botas de goma, cuerdas, buzos, cámaras y flashes, restos de carburo, pilas, bolsas, todo húmedo y maloliente. Dios mío, cómo va a quedar el coche, dice Javier. No importa, luego se limpia todo. ¿Donde demonios están las llaves? ¿Qué llaves? Pues las del coche. Anda que como se hayan perdido...
Así, entre bromas y veras, nos ponemos en marcha. Yo tenía un hambre que no veía. En Seoane no aguanto más. Vamos a cenar. Pero si no hay un alma, y el bar está cerrado. No importa, tenemos todo lo necesario. Paro en la salida del pueblo, en una ligera cuesta arriba y bajo una farola, de manera que el capó queda horizontal, y bien iluminado. ¿Ves la ventaja de tener un coche viejo? le digo a Javier, y extiendo el mantel y todo lo que sobró de la comida, encima del capó. Queda bastante de todo. Aún hay cerveza, pero no está fría. Son las doce y media pasadas.
Nunca en la vida una cena me supo mejor. Creo que fué la cena más alucinante de mi vida. Para mi gran sorpresa, Javier apenas probó bocado. No suelo cenar mucho, dijo, y se comió algunas almendras. Yo comí como un loco. Un Land Rover pasó por la carretera, y pude ver que sus ocupantes nos miraban con sorpresa.
La vuelta fué bastante pesada, porque se hacía tarde, yo estaba cansado y me entró algo de sueño. Eché de menos una buena lata de Coca-Cola, y en la autovía no hay aún áreas de servicio. Llegamos a Santiago a eso de las tres y pico, sin novedad. Nos despedimos con rapidez y pocas palabras. Tendremos que vernos en breve, pues uno siempre se confunde y se lleva algunas cosas del otro.
Evidentemente, cosas así no pueden hacerse todos los días. Escaquearme del trabajo unas horas no me da cargo de conciencia, pues aún así, sólo en esa semana hice muchas más horas de trabajo que las estipuladas en mi horario.

Mañana será otro día de trabajo normal, pero yo exhibiré una sonrisa relajada y cómplice. Quizá alguno se pregunte qué me pasa; yo no voy a contar nada, por supuesto. Quizá, cuando pasen semanas o meses, si alguien me pregunta qué tal la espeleo, cuente que hacia Mayo estuve en una bonita cueva de El Caurel.
Días más tarde tengo el equipo seco, limpio y ordenado, y lo guardo de nuevo en sus bolsas. Hasta cuándo, es una pregunta que no puedo contestar. Como siempre, tendré el recuerdo de las diapositivas obtenidas, y este diario, como prueba de que no fué todo un sueño.


No hay comentarios:

Publicar un comentario