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....Cabalgué a lomos del Dragón. Y él volvió hacia mí sus enormes ojos color violeta. Y me sonrió.




martes, 11 de mayo de 2010

La más bella flor

Es un cuento para niños, sin más pretensiones. Escuché un fragmento de él en radio 3, cuando conducía por Ourense hace años. Tiene un algo que me llamó la atención, no sabría decir el qué. Tuve que imaginar los trozos que no escuché, pero imagino que no me he separado mucho del original. Recuerdo habérselo contado a mis hijos, cuando tenían unos seis años, y les había gustado.
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LA MÁS BELLA FLOR

En un país oriental muy, muy lejano, había un sultán que gobernaba su reino desde su palacio. Tenía un hijo que era el heredero oficial, llamado un día a suceder a su padre en el trono.
El joven príncipe estaba en edad de buscar esposa, pero no parecía muy interesado por esos asuntos. Al contrario, dedicaba su tiempo al estudio de las artes, las ciencias, la poesía.
Su padre miraba impaciente esta conducta, y animaba a su hijo a que cambiase de actitud:
-¡Debes pensar en el futuro! Eres joven, de acuerdo, pero no lo serás para siempre. La dinastía exige continuidad.
A lo que el joven respondía marchándose airadamente.

En el palacio servía una mujer llamada Durga, en el servicio de aposentos. Durga tenía una joven hija llamada Niang, que también servía en palacio, como ayudante de jardinería.
En las soleadas mañanas en las que Niang trabajaba en los jardines, había visto al joven príncipe heredero que a veces paseaba por allí, siempre con algún libro en las manos. Se había enamorado en secreto de él, pero, por supuesto, nunca se atrevió ni siquiera a acercarse, lo cual de por sí ya hubiese sido un delito. Porque, ¿Cómo iba a aspirar una pobre sirvienta de palacio, al amor de un príncipe heredero?

Un día, después de que padre e hijo discutieran por lo de siempre, por fin el muchacho anunció a su padre:
-¡De acuerdo! ¡No se hable más! Si lo que quieres es una nuera, la tendrás. Ya tomaré las medidas necesarias. Pero te aseguro que buscaré una buena esposa.
Aquella noche el sultán durmió un poco intranquilo, pensando en lo que haría su hijo.

Pocos días después, un bando recorrió el reino: Toda joven que aspirase a ser esposa del príncipe, debía presentarse en el palacio, en la fecha y hora que se indicaba.

Niang corrió a avisar a su madre: quería presentarse
-¿Pero, tú estás loca? ¡Una hija de una sirvienta palaciega! ¿Cómo se te ha ocurrido que podrías llegar a ser la esposa del heredero? ¡Vaya locura! ¡Se reirán de ti!
-¡No me importa, madre! El bando dice “toda joven”. No habla de condición, rango ni estirpe. Y yo le amo: tengo que ir. Debo ir. Aunque sea rechazada.
Ante semejante obstinación, Durga tuvo que consentir en el deseo de su hija.

El día señalado, una colección de preciosas jóvenes llenaba el recinto de la sala de recepciones. Había jóvenes de mirada altiva y arrogante. Hijas de altos mandatarios, de poderosos mercaderes, de militares renombrados. Los vestidos de seda de los más variados colores competían entre sí. Costosos tocados en el pelo hacían refulgir gemas valiosas. Todas se miraban unas a otras intentando identificar posibles competidoras, evaluando y haciendo comentarios en baja voz. En una esquina, sola, humilde aunque correctamente vestida, objeto de cuchicheos, estaba Niang.

A la hora convenida, se abrió la puerta de las recepciones y entró el príncipe, Sin apenas preámbulo, se dirigió a todas y a cada una de las candidatas, depositando un minúsculo objeto en su mano.
-Esto que os entrego es una semilla. Debéis plantarla en una maceta y cuidarla de la mejor manera posible, para que germine. Así la cuidaréis durante tres meses. Transcurridos éstos, todas volveréis aquí con la maceta y el producto de vuestros cuidados. Aquella que obtenga la más bella flor, será mi esposa.

Cuando llegó ante Niang, el príncipe mantuvo su mirada un momento, quizá sorprendido por su humilde atuendo. Ella aceptó la semilla, lo miró un instante a los ojos y bajó la mirada.

Y sin más, se marchó, para sorpresa y extrañeza de todas las presentes.

Niang se esmeró. Le pidió al jardinero un puñado del mejor mantillo y una macetita que dejase respirar la tierra. Plantó cuidadosamente la semilla, y tuvo mucho esmero en mantenerla siempre con el grado de humedad justo. La ponía en el alféizar de la ventana, y mataba despiadadamente cualquier bichito que osase pulular por la maceta, o cerca de ella.
Pese a todos sus cuidados, pasaban los días y ninguna hebra verde asomaba de la maceta. Niang redobló sus cuidados, y consultaba al jardinero si no estaría haciendo algo mal.

Pasaron los tres meses, y nada germinó de la maceta, para gran desconsuelo de Niang. Llegó el día señalado, y Niang le dijo a su madre que acudiría a la cita, con la maceta vacía.
-¿Habrase visto insensatez? ¡Con la maceta vacía! ¡Se reirán de ti, por tu condición y por tu maceta vacía!
- No me importa para nada que el mundo entero se ría de mí. Mi amor ya es de por sí desesperado. ¿En qué puedo empeorar las cosas? ¿Qué es el amor, sino una vana ilusión, un espejismo? Al menos, le veré de cerca por última vez.
Ante tanta resolución, Durga consintió en que su hija acudiese a la cita.

En la salas de recepción, se juntaban las mismas jóvenes que hacía tres meses, pero ahora había, además de los vestidos de seda, tocados y diademas, una gran profusioón de macetas con floripondios de los más variados colores y perfumes. Todas las jóvenes miraban sus respectivas flores, y alternativamente las de las vecinas, sopesando si serían competidoras a tener en cuenta. Muchas miraban, sin poder contener una risita burlona, a Niang, que en una esquina, sola, humilde aunque correctamente vestida, sostenía su maceta vacía.

De nuevo a la hora convenida se abrió la puerta y apareció el Príncipe, quien sin más preámbulos también, se dedicó a observar minuciosamente las flores de las aspirantes. Cuando llegó ante Niang, también se quedó mirando la maceta vacía, y luego la miró a los ojos. Ella bajó la mirada, llena de vergüenza, azoramiento y amor.

-He tomado una decisión inapelable –anunció el príncipe- Esta mujer será mi esposa. Y para gran sorpresa de todas, tomó la mano de Niang.
-¿Pero qué tomadura de pelo es ésta? –gritaron airadas algunas jóvenes- ¡Dijo que se casaría con la portadora de la flor más bella! ¡Todas pudimos oírlo!
-¡Silencio! –restalló el príncipe, enojado de veras-. Las semillas que os fueron entregadas eran todas estériles. Ninguna, repito, ninguna flor podría nunca haber nacido de ninguna de ellas. Todas, menos una, intentásteis engañarme. Aquí, - dijo, levantando la maceta vacía de Niang- sin duda, he encontrado la flor más bella. La flor de la Sinceridad y de la Honestidad.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado

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