Etiquetas

....Cabalgué a lomos del Dragón. Y él volvió hacia mí sus enormes ojos color violeta. Y me sonrió.




viernes, 30 de abril de 2010

En la cueva de Bermún

Tomé la costumbre de hacer diarios de jornadas de exploración de cuevas o de simples excursiones por el monte. El contacto con la naturaleza ha sido siempre para mí una fuente de sensaciones entrañables. Cada una de estas jornadas me es una experiencia única, y valiosa.
Hago fotos como todo el mundo, pero así como la cámara capta lo que ve el ojo, ¿Cómo captar lo que ve la mente? En estos diarios de salidas intento recoger no sólo una mera descripción de donde fui, o lo que hice, sino además las impresiones que todo ello me causó. Aunque el apariencia a veces aséptico, el relato esconde una emoción apenas contenida, que hay que leer entre líneas.
Cuando pasan los años y releo uno de estos diarios, los recuerdos que me reporta son mucho más vívidos que los que puedo tener simplemente viendo las fotos. Se trata de capturar el instante, la vivencia. Y eso es evidentemente una percepción interior.
He aquí uno de ellos (Habrá más). Exploración a la Cueva de Bermún, en Sarria, Lugo. 16-05-98
===============================================
Sábado por la mañana. Conduzco por la autovía hacia Lugo. El tiempo de momento es bastante bueno, hay una niebla alta y por veces ha lloviznado un poco. Tengo miedo de que empeore. Es muy importante que no llueva, para lo quevamos a hacer . Conduzco deprisa, estoy un poco nervioso. Hace mucho tiempo que no me meto en una cueva y espero tener aún la preparación suficiente. Además, no he estado nunca en la cueva de Bermún, y Javier sólo llegó hasta la Sala Pequeña, en una entrada en solitario que hizo hace unas semanas. Contamos con la cartografía adecuada, cierto, pero no sabes de verdad cómo es una cueva hasta que no estás en ella. En la descripción aparece un curso de aguas, y recomienda no adentrarse en la cueva si hay peligro de fuertes aguaceros. Zonas enteras de la cueva podrían quedar inundadas. De momento, sólo tenemos una niebla alta y una llovizna; no quiero ni pensar si empezase a llover fuerte cuando estuviésemos dentro.
Llego a Sarria y me encuentro con Javier. El tiempo está mejorando, y mi ánimo también. Salimos hacia Bermún. Ésta es una aldea remota, de apenas cinco casas, camino de Incio. Pasa por ella una carretera local. Al llegar a Bermún salimos de la carretera y tomamos una estrecha pista empedrada. El coche pasa justo entre lajas de piedra pizarrosa; es un camino para carros estrechos y ganado.
Dejamos el coche en un souto de castaños. Ha salido el sol y el aire está en calma. Es una hermosa mañana de primavera, en un espeso souto de castaños y robles, en la Galicia profunda. No hay casas a la vista, y sólo se oye el canto de los pájaros y el rumor de un arroyo cercano. Todo alrrededor son bosques y prados. El sol se filtra a través de las hojas, aún jóvenes, de los árboles y hace brillar a su trasluz a una miríada de pequeños insectos que pululan en el aire de la mañana. Es un instante perfecto.
Junto al coche hay un montón de troncos de castaño recién cortados, y los aprovechamos para sentarnos, cambiarnos la ropa y apoyar cosas. Ya con todo el equipo preparado, emprendemos el camino de la cueva. Javier guía. El camino desciende por el souto, y la vegetación se espesa. Barbas de líquen cuelgan de las ramas de los carballos, y una espesa capa de musgos y helechos crecen aun encima de los muros de piedra que delimitan el viejo camino por el que bajamos. Hay mucha humedad por todos lados.
La entrada de la cueva se encuentra en el fondo de una dolina, que está a prado con hierba que nos llega casi a la cintura. El lugar es de una belleza exhuberante, idílica y salvaje. Por el borde de la dolina corre el agua, que pronto se precipita en cascada por una de las bocas de la cueva, y desaparece, pero no es ésta la entrada que vamos a tomar. Hay demasiada agua. Javier localiza rápidamente la boca de entrada, más angosta, pero seca. Enormes robles crecen sobre ella, y desde ellos, cuelgan lianas (sí, lianas) finas. Casi hay que apartar la vegetación para acceder a la boca de la cueva. Encendemos nuestra iluminación y me fijo a la espalda la saca de ataque, aunque Javier me advierte que pronto tendré que quitármela. En cuanto escucho el familiar siseo, y me rodea la amarillenta luz del acetileno al arder, me siento trasladado a un mundo de distintas percepciones, pero para nada amenazante u hostil.
La cueva es angosta, en efecto. Pronto hay que quitarse la saca para forzar algunos pasos, pero nada fuera de lo normal. En muy pocos sitios es posible ponerse de pie. En seguida una corriente de agua nos acompaña por el estrecho túnel. Básicamente avanzamos por una estrecha diaclasa, que el agua ha tallado hasta hacer un meandro. No hay pérdida en cuanto al camino: Hay que seguir el agua. Pronto llegamos a la Sala Pequeña, tendrá tres por dos metros, y me sorprende que Javier se aventurase hasta aquí solo, cuando vino por primera vez hace algunos meses.
A partir de la Sala Pequeña, las cosas empeoran. Paso delante, y abro camino con lentitud y trabajo. El meandro se estrecha, y avanza haciendo zetas y hacia abajo. El agua discurre por su fondo, y aunque la corriente es débil, cuando tienes que arrastrarte sobre ella es bastante desagradable. No podemos ponernos las sacas en ningún momento, y tenemos que pasarlas de uno a otro para ir avanzando. Pronto empiezo a sentirme mojado por dentro, pero no tengo frío, pues el ejercicio es intenso.
Avanzamos con suma lentitud, y cada metro cuesta un esfuerzo. Salvamos una pequeña cascada, como de un metro de alto, pero apenas sin espacio sobre nuestras cabezas. El meandro tiende a hacerse más estrecho, y cada vez tiene más zetas. Avanzamos a base de contorsiones, usando más las manos que los pies, y arrastrando las sacas entre los dos. Empiezo a sentirme cansado y me pregunto si estaremos en la ruta correcta. Busco caminos alternativos por encima de mi cabeza, y empiezo a maldecirme por no haber traido caramelos, muy útiles para prevenir el agotamiento. Pienso que el mismo camino tendremos que hacerlo a la vuelta, y hacia arriba, hay que reservar las fuerzas. Por un momento, empiezo a sentir que las cosas no van bien del todo. Una lucecita roja en mi interior comienza a parpadear.
Por último, la diaclasa se estrecha tanto, que me parece una temeridad intentar forzarla. El agua se pierde por ella. Me detengo jadeando, casi agotado, sudoroso, dudando, sopesando, intentando pensar. Javier, tras de mí, está en mejor estado. Por encima de mi cabeza parece que la diaclasa se ensancha, y Javier se decide a explorarla. Le digo que le espero abajo, y que no se aleje mucho. No quiero que perdamos el contacto, aunque sea auditivo. Estoy realmente cansado. Me quedo quieto e intento recuperar las fuerzas.
Javier progresa por encima de mi cabeza y pronto no puedo ver sino el reflejo de su luz. En efecto, la diaclase se ensancha algo hacia arriba, pero no parece abrirse de momento a ninguna sala. Sique adentrándose, y llega un momento en que casi no le oigo. Le grito para que vuelva. No debemos perder el contacto bajo ningún concepto. Este es el punto número uno de la seguridad en espeleología. Unos diez minutos más tarde está de nuevo sobre mi cabeza. En efecto, hay continuidad por los niveles altos de la cueva, y los túneles son más anchos, aunque tampoco parece ser un camino de rosas. No obstante, es el camino correcto. Le digo que lo siento, pero creo que no es prudente continuar con la exploración, dado mi estado, y me confiesa que él también está muy cansado. Yo creo que no, pero que lo dice para que no me sienta culpable. Emprendemos el camino de regreso.
El retorno es asímismo lento. Mi principal preocupación es dosificar el esfuerzo para no caer en agotamiento. Arrastramos las sacas con lentitud,
y alcanzamos por fín la Sala Pequeña. Paramos a descansar y hacemos algunas fotos. Yo voy mucho mejor de ánimos: lo más difícil está ya hecho.
Finalmente, alcanzamos la superficie. El sol calienta con fuerza, y es de agradecer, pues estamos bastante mojados.
Siento algo de lástima por haber tenido que suspender así la exploración. Lo achaco a mi falta de preparación física para este tipo de actividad, debido a que casi no practico, y tabién al hecho de que la cueva es extremadamente dura. Si hubiese entrado con un buen bocadillo de jamón en el cuerpo, en vez de con un vaso e leche y tres galletas, quizá... Hace diez años no me habría pasado esto. Pero también estoy satisfecho porque pienso que tomé las decisiones adecuadas en el momento justo.
El regreso es sin incidentes, salvo que estamos los dos molidos. Dudo si volveré a entrar en este agujero, pero si lo hago, será en pleno verano, con mejor preparación física, sabiendo por donde tengo que ir, y con caramelos.
No obstante, la jornada ha sido única en muchos aspectos, y recordaré el resto de mi vida esta exploración. De regreso a Ferrol, siento que he recuperado una calma y un equilibrio interior perdidos hacía mucho tiempo. Tengo la mente llena de sensaciones y experiencias que quedarán ahí para siempre. No me arrepiento en absoluto de haberlo hecho. Quizá pueda parecer algo excéntrico, pero siento dentro de mí la necesidad de hacer cosas así, y sé que la sentiré mientras me quede un ápice de fuerza vital; pues está en mi propia naturaleza, y haré lo posible por seguir haciendolo, aunque sea una vez al año; pues en cierto modo es lo que me da fuerzas para continuar con el día a día de mi vida.

No hay comentarios:

Publicar un comentario