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....Cabalgué a lomos del Dragón. Y él volvió hacia mí sus enormes ojos color violeta. Y me sonrió.




lunes, 26 de abril de 2010

El Gran Santuario

Escribí "El Gran Santuario" cuando tenía 24 años, al poco tiempo de vivir en Galicia. Hay que ser, por tanto, benévolos; aunque la idea principal se gestó en mi cabeza aún viviendo en Madrid, y en cierto modo, es una premonición de que vendría a Galicia. 

Pasados ahora los años, podría reescribirlo y corregir muchas cosas, pero eso sería hacer trampa. Lo dejo tal y como nació. 

Reconozco que hay en él toda una colección de alegorías. Las hay de Tolkien, de Lovecraft y sobre todo, de Lord Dunsany. 

¿Que por qué lo escribí? Muy sencillo: Estaba dentro de mi cabeza. Si no lo hubiese escrito, todavía seguiría allí. Había que desalojar espacio en el disco duro. 

Todos los nombres de topónimos y de plantas, y de otras cosas, emanaron directamente de mis sueños. Dormía entonces con papel y lápiz en la mesilla. Cuando despertaba, anotaba los nombres antes de que se borrasen en la bruma de la vigilia. 

Otra curiosidad: Empecé escribiendo simultáneamente el final, el principio, y la parte media. Fui escribiendo a trozos, hasta que cada parte llegaba al comienzo de la siguiente. Para el que sea capaz de leerlo entero, aquí lo tenéis. 

 

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 EL GRAN SANTUARIO Javier Cebrián 

 

   Como cada día, vuelvo a casa en el Metro. En el aburrido vagón apenas puedo respirar, y el ruido es insoportable. Un individuo se agolpa insistentemente contra mí, mientras parece absorto en el desenlace de una novelilla de vaqueros. A mi derecha, un anciano asmático tose. La luz es tenue, amarilla y húmeda. Todos se agitan, siguiendo los vaivenes del vagón. Nadie habla. 

Cuando bajo en mi estación echo a correr por el andén, intentando disipar toda la violencia que he acumulado en el trayecto; pero es inútil; una anciana, irritablemente lenta, parece bloquear ... (Desde siempre me habían contado los ancianos cómo el bosque mágico de los árboles de plata descendía cubriendo todo el valle de Getzrior...) en todo momento mi trayectoria. El cruel relámpago fluorescente me alcanza 50 veces por segundo, demasiado rápido para herir, demasiado rítmico para pasar desapercibido. ¿Porqué nadie parece notarlo? 

Al fin salgo al exterior, pero esta noche es de las que da miedo respirar, tal es la contaminación del aire. Casi conteniendo la respiración, me apresuro hacia casa, en medio de un estruendo de cláxones, humo de autobuses y rugientes... (¿Dónde estás, Chei-Latuan? ¿Acaso se eleva tu grito en medio de la nocturna selva? ¿Dónde te hallaré, Quinto Avatar del Hijo del Tigre?) ...motores. Es la M-30, que hoy viene cargadilla... 

Por fin en casa, me encierro en la habitación, apago la luz y me acurruco en una esquina, intentando huir de este universo hostil. Estoy agotado. Pero ¿Qué he hecho en toda la tarde? Leer un poco en casa y luego ir a la academia a trabajar la Electrónica poco más de una hora, total, lo de todos los días. Entonces, ¿Porqué estoy tan cansado? 

Me incorporo y miro por la ventana. El fino cristal apenas si consigue aislarme del rugido contínuo de la M-30. Poco a poco, la luz diurna muere por encima de una infinitud de edificios grises y sucios, de asfaltos y hormigones, dejando un aire oscuro y opaco. Es mejor que estudie un poco de Electroacústica, mañana es el examen parcial y quizá les dé por poner un tema un poco raro. Abro el libro, enciendo la lámpara de mesa, consulto unas notas, transductores magnetoestrictivos, ferritas polarizadas, adaptación de la impedancia al medio radiante, cálculo del rendimiento del transductor; pero es inútil, no consigo concentrarme. El pequeño equipo de música, en su esquina, me recuerda la hora con números fluorescentes. Me levanto y paseo por la habitación como un animal enjaulado. Aún falta al menos una hora para la cena. Me detengo junto a la ventana, poseído de una repentina inquietud; entonces, no pudiendo contenerme más, abro la ventana y salto fuera. 

 

Caí apenas un metro más abajo, sobre un blando suelo de hierba. La noche era limpia y silenciosa. Junto a mi ventana, a un lado del camino, unas campánulas apenas se estremecían, bañadas por la luz de una luna insomne y cruel; aun por encima de la luna, el misterioso ojo de Arturo brillaba. Más allá del camino, junto al estanque, se oía un tenue croar. 

Tomé el viejo camino, el que serpeaba hacia las colinas. Cuando llegué a las primeras cuestas la luna ya se ocultaba; pero el caminante nocturno nunca teme el ocaso de la luna llena; sabe que a no mucho, el día ha de seguirla. En efecto, miré hacia el Valle, y he aquí que una nueva claridad se levantaba sobre el mundo. Bienvenida seas, nueva luz del día, que alejas los temores y los fríos de la noche; bienvenida tú, que das nueva fuerza al caminante cansado, que muestras el camino correcto al que de guía carece. 

Ya el sol se levantaba sobre el Valle, deshaciendo con su fuerza los jirones de niebla, que como fantasmas holgazanes se demoraban entre los cañaverales y los prados bajos, cuando llegué a la cabaña. Todo aquel día estuve hachando leña en lo más profundo del bosque de los mágicos árboles de plata. Con frecuencia llegaba hasta el encantado rincón donde el agua brota de la roca, donde el musgo es silencio, donde las piedrecillas del fondo del arroyo susurran una antiquísima leyenda ya olvidada por los mortales. A veces me he demorado allí, intentando descifrar, sin conseguirlo, el canto de los pájaros, mientras una enorme y triste rana gris, preñada de filosofía, acompañaba mi meditar. 

Había transcurrido ya la mágica hora de la tarde que solía ocupar en recoger hierbas curativas; pues sólo recogiendo tales plantas en un instante mágico puede la magia misma impregnar la planta, permitiendo luego la curación. Había transcurrido ya ese instante, como digo, y me encaminaba de regreso a la cabaña. Ya en su vecindad, una repentina inquietud en los pájaros de los árboles cercanos me hizo recelar y ocultarme fuera de la senda. 

A la incierta luz del crepúsculo vi un jinete que se abría paso entre las silvas. El caballo tenía el aliento perdido; resoplaba sin resuello. El caballero llevaba el manto destrozado, como de haber cabalgado mucho tiempo por el bosque sin caminos. Su rostro, amparado tras espesa barba, inclinábalo sobre el pecho. Lo ví vacilar, y pensé que caería de su montura, a no ser de los vaivenes que ésta hacía por evitarlo. Salí de mi escondite y avancé; la montura dió un respingo, y me pareció que saldría espantada, pero al fin, abrumada de tanto infortunio, se abandonó a mi cuidado. La tomé de las riendas y agarré al caballero por la manga. Al instante éste cayó en mis brazos; balbuceaba y gemía, todo el juicio perdido.

 Aquella noche el fuego no se consumió en el hogar de mi cabaña; hasta el alba velé por las fiebres del caballero. De mi alacena de hierbas extraje un puñado de lauriólean, pues solo los muy versados en la ciencia de las plantas conocemos los verdaderos usos de estas hojas, que en otro tiempo se usaron para dar aroma a los manjares, según creo. Hice finos trozos con las láuridas y las tosté al fuego hasta que casi estuvieron negras. Una fragancia llenó la sala, y aún sólo con ella pareció que mi huésped se serenaba en su lucha contra la calentura. Vertí por último el polvo negro en un cuenco de agua e hice una simple infusión. Alcanzado el ebullir, añadí frutos de niphlos, tallos de arinagar, hojas de quiniquérian , que incrementarían la acción de las lauriólean. Una vez todo esto estuvo en infusión, lo dí de beber al caballero, que de inmediato mostró alivio, pues dejó de delirar, y cayó en un sueño pesado, aunque tranquilo. 

Ni siquiera a su montura descuidé la atención. El noble bruto sudaba y resoplaba inquieto, como si le alcanzasen los males de su amo. Lo acomodé bajo el techado que usaba para poner a cubierto la leña cortada, por entonces vacío, y amontoné junto a él abundante heno, porque no le dañasen las humedades de la noche. 

Al alba la fiebre remitió, como yo esperaba. Aunque muy fatigado, el caballero estaba lúcido, y así me habló: 

-Tantas bendiciones como mereces, noble leñador, no podré darte. Grande fué tu esmero en los sagrados deberes de la hospitalidad. Gracias de todo corazón. Cuando te ví salir de la oscuridad, como nacido del mismo bosque, pensé que mi hora había llegado, pues mi camino estaba perdido, y mi ánimo, muy lejos. Malo es huir en la noche, con las fiebres en el cuerpo y en el alma. 

-¿Huir has dicho? Ah, ahora comprendo lo agitado de tu carrera; pero no temas, huésped, mi hospitalidad será la misma, huyas de quien huyas. 

-Entonces, ¿No viste dos jinetes que me seguían en la noche, dos jinetes con capa roja y negra y la sed de la sangre pintada en la cara? Ay, buen leñador, no me equivoqué antes cuando dije que grande fue tu esmero en cobijarme, pues ahora tú mismo eres reo de esos dos lebreles. Muchas jornadas a caballo hace que me siguen, y de seguro ahora estaría en sus manos si no fuese por el destino que guió tu mano generosa hasta mí. Pero, ¿Cómo es posible que no hayan visto la cabaña? ¿Cómo no estamos ahora ambos bajo sus espadas? Sin duda, amigo, estás bajo la protección de las deidades de estos bosques, que nublaron la vista de nuestros enemigos cuando pasaron por aquí; y y sin duda también están protegidos quienes tú proteges. Me considero por tanto, doblemente afortunado. 

Así habló el caballero a pesar de la fatiga que lo postraba. Pero ya un destello de sol, filtrado entre las hojas de los grandes castaños que rodeaban la cabaña, le caía sobre el rostro; y su rostro estaba sereno, aún me pareció que sonreía. Así le hablé: 

-Cierto es que procuro coger leña de ramas agostadas o desgajadas por las bestias. Cierto es que de la caza no tomo más que lo imprescindible para mi alimento y pieles para guardarme de los grandes fríos. Cierto que desvío los cursos de los arroyos al final de la primavera, a fin de que todo el bosque se beneficie de su humedad; pero no hago todo esto por ganarme los favores de las deidades feéricas que habitan el bosque, sino por otra razón más simple: amo estos bosques como si fuesen parte de mí mismo. Pero ¿Qué estoy hablando como una vieja chismosa? No es tiempo de parlotear ni de dar gracias ni de recibirlas, sino de reponer las fuerzas perdidas. 

Y así diciendo, calenté en un puchero un poco de caza que tenía preparada. Y el aroma alegró el estómago de mi huésped. Así como hubo comido y bebido, el caballero prosiguió: 

-Me has mostrado que respetas todas las formas en cuanto a hospitalidad se refiere. También me has hecho ver que eres hombre sensato y ecuánime, a juzgar por como cuidas de este tu bosque; y además de esto veo también que eres discreto, estimable virtud, porque hasta ahora no me has preguntado ni quién soy, ni porqué era perseguido, ni de dónde he llegado.

 '' Te diré por tanto que nací y viví en las tierras de Peledángor, aunque sin duda aquí no conocéis ese nombre. Peledángor es la gran llanura que se extiende tras las montañas de Hierro, que a su vez se yerguen a siete jornadas a caballo desde aquí, dejando el sol poniente a la siniestra. La llanura es fértil, aunque un poco más fría que estas tierras adonde he llegado, según oí de ellas. Las gentes allí son de baja estatura; yo era alto entre los altos, aunque apenas supero tu talla. Hablan la misma lengua, pero con diferente entonación, como puedes apreciar. 

 Interrumpí sus palabras, pues recordé algo que durante la noche me me hizo pensar: 

-Dime, huésped. Esta pasada noche, en tus sueños turbados, nombraste repetidas veces algo, una palabra, que aunque no tiene significado para mí, me conmovió profundamente, como si un eco despertase en mi interior lejanísimos acordes, ya olvidados. No consigo entender la razón de esto, por eso, dime, ¿Qué es Chei-Latuan? 

Pareció inquietarse un momento, pensando que quizá en sueños hubiese revelado algo que hubiera callado en vigilia; pero al oir el nombre de Chei-Latuan perdió la vista en los maderos del techo y pareció meditar un instante, como si sus pensamientos discurriesen muy lejos. 

-Sí, Chei-Latuan. Es una leyenda antigua que existe en mi país. Peledángor limita a oriente con un bosque muy profundo y espeso, en el que apenas nadie se aventura. Pues bien, las gentes que pueblan los límites de la espesura afirman que algunas noches puede oírse, en lo recóndito de las veredas, el grito de Chei-Latuan. Él es, dicen, el Espíritu del Bosque. El es el Quinto Avatar del Gran Hijo del Tigre, que hace mucho tiempo rigió todas las tierras, cuando el mundo era joven. Cuando en la noche se oye este cántico, todos los sonidos de la selva nocturna, incluida la humilde voz de las ranas, cesa, porque Chei-Latuan relata el Destino del Mundo. Hay quien dice que, habiéndose internado demasiado en ese bosque, en busca de animales exóticos y plantas legendarias, han visto un ser fantasmal, que se movía con gran rapidez en la espesura. Era, dicen, como un ser humano desnudo, pero con su piel oscura cruzada con rayas, como si de un tigre se tratase. Apenas se le vé, desaparece y no vuelve a mostrarse. Todos los que dicen haberle visto regresan a sus hogares con un gran pesar en el espíritu. No suelen sobrevivir mucho tiempo, enfermando de un mal, como una melancolía, que ni sabio ni brujo pueden remediar. Por eso Chei-Latuan es, en mi tierra, nombre de desgracia y muerte; pero ésto sólo es una leyenda. Ignoro porqué lo he nombrado en sueños. Nada más sé decirte. 

-¿Qué hay más allá de tu tierra? 

-Más allá de la frontera norte se divisan los grandes Pilares de Moudon; demasiado simétricos para ser naturales; demasiado grandes para ser hechos por manos humanas. Más allá aún, está el Mar. 

-¿El Mar? 

-Yo no lo he visto, ni he visto a nadie que lo haya visto. Pero viajeros osados, que han viajado más allá de los pilares de Moudon, dicen que, detrás del último confín, allí donde el Sol no se mueve por el cielo como en nuestras tierras, ruge y se mueve el Mar. Malo es también oir su murmullo; quien se ha sentado a los bordes de la Gran Agua; quien ha oído los cantos de los grandes pájaros que pueblan los huecos de las rocas siempre húmedas, ya no piensa sino en regresar allá, aunque sea a costa de dejar sus bienes y su familia, para vivir siempre junto al mar; y así debería ser que sus orillas se vieran llenas de gente que hubiera acudido a su llamada; pero aquellas son tierras duras, y con dificultad mantienen a quien las trabaja. Por eso, en mi tierra se dice: "Cuidado si en medio de la noche, entre el soplar del viento de Norte, cree tu oído escuchar el sonido del Mar, porque mal fué de los que tomaron ese camino". 

Algunas de estas cosas que dijo mi huésped me conmovieron de manera tal, que ya no era mi ánimo el de saber mucho más. Las razones por las que huía se me antojaron fútiles, y ya no temí de los caballeros de rojo y negro contra los que él me previniese. Un día más permaneció en mi cabaña, y así como mis cuidados le permitieron ser dueño de todas sus fuerzas, siguió su camino y no lo ví más. 

Aquel plácido otoño, y el invierno siguiente, transcurrieron de manera tranquila. las trampas fueron productivas y me permitieron vender algunas pieles en el Valle, pese al miedo de irritar a las deidades feéricas. Yo ya casi había olvidado a aquel caballero que por dos días habitó mi cabaña, pero no podía olvidar la extraña inquietud que me causaron los relatos de sus tierras. Más de una noche me desperté sobresaltado. Soñaba hallarme a las orillas del gran Mar. Húmedas estaban mis ropas y mis cabellos, como húmedo era el viento que soplaba desde el sol poniente. Ante mí, un gran navío luchaba por alzarse contra la fuerza de las olas, que querían arrojarlo a la costa. Entre sus terribles mascarones y emblemas, ví hombres rojos que intentaban conjurar las fuerzas naturales; aquellos, arriando una vela; éstos, tirando de una barra de dirección. Despertaba siempre cuando el navío estaba por desaparecer tras las olas más altas. 

El Valle sabía que se acercaba la primavera cuando caminé hacia el Norte. Lo sabían los humildes musgos que asomaban por entre las grietas de los viejos toneles. Lo sabían las tórtolas, en sus palomares llenos de murmullos; y hasta las pequeñas orugas verdes, que habitaban bajo las ramas de los árboles más jóvenes, ansiosas ya de poder volar. 

Recosí mis mejores botas de camino; tomé un manto de los que usaba en las noches más duras del invierno, y un buen día, al despuntar la aurora, con una saca de comida al hombro, abandoné la cabaña, pero en vez de tomar el camino del Valle como solía, seguí el sendero ascendente que se adentraba en el bosque. Caminé todo el día; y aún de noche caminé. Transpuse el límite más allá del cual no le es dado crecer al abeto rojo. Altos arbustos y zarzas espinosas jalonaban el cada vez más borroso sendero, que avanzaba ahora entre rocas. Cuando la oscuridad se hizo completa, busqué un refugio entre las rocas y cené poco y sin fuego. Me arrebujé en mi manto contra el fondo de la oquedad y mi sueño fué intranquilo, pese a que una lechuza veló toda la noche en lo alto de la roca. Me despertó la luz del nuevo día; la lechuza ya habíase marchado. El mundo, contemplado desde aquella altura, parecía oscuro, pues apenas se distinguían los detalles del valle. Seguí mi camino. 

En los días siguientes transpuse las montañas y descendí a la llanura posterior. Muy vacías están esas tierras, donde ni siquiera bestias o fieras parecen hallar cobijo. Los senderos eran borrosos, pero yo apenas si los necesitaba, porque mi dirección era invariable; dejando a la izquierda el sol poniente. Al cuarto día de mi viaje por estos campos baldíos, crucé mi camino con el de un jinete que apareció por levante. Intenté conversar con él, pero nuestras lenguas eran muy diferentes y fue difícil, aunque creo que dijo que era arriesgado viajar a pie por tan solitarios parajes; e incluso creo que llegó a ofrecerme su vigorosa montura para cabalgar junto con él fuera de aquellas tierras. Pero nuestros caminos eran distintos y ni siquiera pude saber cual era su origen o su patria, o cual el objeto de su viaje. Nos separamos con signos de amistad y buenaventura, que no precisan de lenguas para hacerse entender. 

Aquella noche oí lobos que aullaban en la dirección en la que se había perdido el jinete, y rogué al Destino por él. Tuve miedo, y quizá en algún momento, lloré.

 Semanas más tarde, cuando ya a la caída de las noches veía estrellas que no me eran familiares, divisé las blancas cumbres de las Montañas de Hierro. A sus pies encontré un eremita que habitaba una humilde choza, y me dijo ser hábil en el trabajo del cuero. Me habló de las tierras que existían tras las montañas de hierro, que llamaban, dijo, Peledángor, como yo ya sabía. Me indicó cuáles raíces de las que se daban en aquellas tierras eran buenas para comer, y cuáles no. Me indicó, además, formas de cazar la fauna local, de la que necesitaría para cruzar las montañas. También era sabio en la ciencia de las plantas curativas y de extraños efectos. Me mostró una hoja, thyánomas la nombró, que según dijo, aliviaba y hacía desaparecer el cansancio de un largo viaje, y devolvía al caminante los ánimos del primer día de marcha; aunque tampoco era bueno abusar de ella, porque si bien anulaba el cansancio, no daba energía, haciéndose mucho más patente la fatiga al desaparecer el efecto de la hoja. Me señaló algunos pasos fáciles de las montañas, pues como le dije, estaba dispuesto a cruzarlas. Me mostró su arte restaurando mis botas, que tras la caminata, empezaban a estropearse. 

Maestro en pieles, le dije al marcharme, si todos los que pasan por aquí son tratados como yo lo he sido, entonces sin duda tu nombre es recordado y bendecido en boca de muchos viajeros que por todas las tierras marchen; lo cual en sí no es pago suficiente a tu buen empeño. Pero poco puedo darte, pues salí de mi tierra sin riquezas en la saca. He compartido contigo mis pobres conocimientos en la ciencia de las plantas, a la cual pareces devoto, y aún así pienso que me marcho de aquí gravemente endeudado contigo. Quizá algún día, si regreso, pueda corresponderte como mereces. 

Y así diciendo, dejé la cabaña del eremita talabartero, y emprendí el cruce de las Montañas de Hierro. Luego, más tarde, volvería a verle, y una noche junto al fuego me contaría porqué dejó todo cuanto tenía en Peledángor y se trasladó al otro lado de las Montañas. Pero eso ya es otra historia... 

Traspuse las Montañas de Hierro siguiendo los consejos del talabartero. Seguí sus rutas, y resultaron acertadas. Al quinto día, cuando franqueé el último de los pasos, en los cuales se acumulaba la nieve, a pesar de lo avanzado de la estación estival, hacia Septentrión ví la gran llanura de Peledángor dilatarse hasta el infinito. Era una mañana excepcionalmente clara, y el fuerte viento de poniente había arrastrado todas las calimas del aire. Miré por tanto, y ví una tierra muy llena de verdor. Era plana, en efecto, excepto a Levante, donde el bosque de Nethbär cerraba la húmeda región de Nethborn, en la que se apreciaban unas elevaciones del terreno, estribaciones, sin duda, de un brazo de las grandes Montañas de Hierro, que se separaban de la cadena principal formando un arco. En la lejanía, a una distancia inconmensurable, donde ya apenas si la vista me alcanzaba, ví cinco pilares en forma de pirámide, a iguales distancias separados. Me aterró su tamaño, que debía ser enorme, pese a que la distancia me los hacía parecer diminutos. Supe que eran los Pilares de Moudon. 

De mis pies nacía un sendero, casi oculto por la nieve. Lo seguí fielmente y me llevó sin grandes rodeos hasta la llanura, a la que llegué tras dos días de descenso sin incidentes. Estaba en Peledángor. 

Poco contaré de lo que acaeció durante mis primeros días en Peledángor. Toda la llanura, tierra fértil, estaba salpicada de pequeñas aldeas, que vivían de lo que daban sus tierras, y del intercambio de lo poco que éstas excedían. Me era fácil encontrar cobijo en cualquiera de estas granjas, donde las gentes sencillas estaban ansiosas de oir noticias de tierras de más allá de las montañas, y con frecuencia comía de su mismo caldero, y dormía en algún arrinconado jergón, a cambio únicamente de un poco de charla. Cuando alguno me preguntaba por el objeto de mi viaje, yo me ponía silencioso y miraba a Levante. 

Pululé por Peledángor por muchos días sin ruta definida; o al menos, eso pensaba yo. Pero una buena mañana me encontré a orillas del río Neth, más allá del cual comenzaba la húmeda región de Nethborn, cerrada a su vez por el gran bosque de Nethbär, en el último confín de Peledángor. Apenas media jornada río arriba encontré un gran puente que unía ambas márgenes, y por el que salían de Nethborn carretas con pasto estival recién segado. Fácil será, para quien lea estos viejos pergaminos, adivinar dónde me condujeron mis pasos, en apariencia erráticos. En efecto, días más tarde me encontraba ante la misma linde de Nethbär. Conforme me había ido acercando, el recuerdo de la leyenda que un día me contó aquel caballero, se me había ido avivando, y ahora allí, delante de aquellos inmensos árboles, cuyas ramas más altas casi se perdían en las nubes, ante aquella transparencia arbórea teñida de azul, el nombre de Chei-Latuan, el Quinto Avatar del Hijo del Tigre, retumbaba como un latido dentro de mi cabeza. 

Creo haber visto en aquel instante una montaña. Una gran montaña que parecía flotar, con su base cubierta de brumas y vapores, más allá del confín del bosque; una montaña terrible, cuyo recuerdo me perseguiría más allá de sueños y realidades. ¿Dónde estás, Chei-Latuan? Un antiquísimo eco ancestral tiraba de mí hacia el pavoroso bosque. Sentí miedo, deseos de huir de allí, como si en el corazón de aquella floresta se me pudiese revelar una realidad terrible. Pero también supe que no podía huir. La llamada de Chei-Latuan, el espíritu del bosdque, era demasiado intensa; tenía que obedecerla. 

Como un pelele avancé entre los primeros arbustos. Ya no era dueño de mí, una fuerza misteriosa tiraba de mis pies, guiándolos por senderos invisibles. ¿O quizá era que yo seguía esos caminos porque los recordaba, porque habían sido implantados en mi mente mucho tiempo atrás? ¿Dónde estás, Chei-Latuan? 

No recuerdo muy bien lo que aconteció aquella jornada. Lo que sí recuerdo es que en cierto momento recuperé plena conciencia de mí mismo. El paraje donde me hallaba era oscuro y recóndito, con grandes helechos como árboles que tamizaban la luz del sol, ya baja en el cielo. La presencia de la selva era algo casi tangible. Sentí como si cada hoja, cada corteza de tronco, cada hebra de musgo, cada insecto volador o reptante, cada gota de esencia, espiasen mis movimientos. Sentí la indefinible sensación de que alguien miraba fijamente mi nuca; me volví de repente, esperando encontrar alguna gran fiera al acecho; pero apenas tuve tiempo de ver una sombra que se escondía tras una gran roca. 

Atenazado por incontenible inquietud, me acerqué y miré tras la roca; de nuevo la sombra acababa de ocultarse, esta vez bajo una masa de helechos bajos. El inquietante juego prosiguió, hasta que en una de las huidas la sombra me llevó hasta el remanso de un arroyo que discurría por una garganta. Entonces miré en la superficie quieta del remanso y lo que ví reflejado en ella me hizo gritar, y de mi garganta brotó un grito único, arcaico, continuo, primigenio. 

Porque allí, en la superficie del agua, ví mi rostro. Y mi rostro tenía el pelo largo y enmarañado. Y los ojos, del todo negros, eran completamente rasgados. Y la piel color oscuro se veía atravesada por unas enormes y onduladas franjas negras. Y mi grito primigenio se elevó en la selva. Y las fieras corrieron a esconderse en sus cubiles, y los pájaros todos dejaron de cantar. Y allá fuera del bosque, en las aldeas de Nethborn, las gentes sencillas, ya en sus lechos, se dijeron: "Esta noche Chei-latuan ha despertado de nuevo. Durmamos sumidos en aprensión y congoja". Porque en verdad, era el grito de Chei-Latuan; era la Voz del Espíritu del Bosque. 

Ignoro cómo salí de allí. Creo recordar el haber corrido a través de la selva nocturna gritando como un demente, durante toda la noche. Pero he aquí que al amanecer me encontré de nuevo en el límite del bosque. Aún hoy me pregunto si no fue todo una extraña alucinación, provocada sin duda por los efluvios aromáticos que ciertas plantas exudan, y que debían crecer por allí. 

Cuando caía el otoño, volví al Valle. Regresé por senderos extraños, de los que no hablaré aquí ahora. Intacta encontré mi cabaña de troncos de abeto rojo, al borde del mágico bosquecillo de los árboles de plata. Bajé hasta la aldea del Valle, pero apenas nadie había notado mi ausencia. 

Una noche, camino de las colinas, me detuve frente a la ventana de una cabaña que me pareció vacía. La ventana estaba abierta, y obedeciendo un impulso que no consigo explicar, salté dentro. 

Una vez dentro, me vuelvo a mirar a través de la ventana. La M-30, con su continuo y lejano rugido, domina todo el panorama. Si al menos no viviésemos en un quinto piso, no nos llegaría tanto ruido. 

A través de la puerta cerrada de mi habitación percibo los ruidos familiares de la casa; el telediario de las nueve; la discusión de mi hermano con mi madre; el timbre del teléfono. Apenas debe faltar un rato para la cena. Es mejor que estudie Electroacústica. Quizá ahora sí consiga concentrarme. 

Soy un ser anacrónico. 

Debí haber nacido hace siglos.

Añoro lugares donde nunca estuve. 

Echo de menos seres que nunca conocí. 

¿Porqué mi alma sueña con bosques profundos, con la cumbre nevada de un monte, con las orillas de un mar tormentoso, si tengo que vivir en un laberinto de hormigón y asfalto, entre el humo y el ruido de monstruos de metal, en un mundo decadente, artificial, agresivo, falso, psiquiátrico, desnaturalizado, consumista, un mundo que nos cierra las puertas a la realidad más esencial, un mundo en el que ni siquiera es posible encontrar la verdadera identidad? 

No puedo renunciar a la esperanza de abandonar todo cuanto ahora me rodea, de alcanzar ese extraño y hermoso mundo que un día soñé a través de mi ventana. Sé que caminaré algún día entre el bosque sagrado de los abedules de plata; tengo la certeza de que pisaré Peledángor. 

Y más lejos, en la cumbre de aquella montaña que se alzaba en el confín del mundo, debe haber un Gran Santuario. Yo vi sus torres destellar contra el sol del atardecer. Allá arriba, el viento debe ser aún salvaje. Sé que un día caminaré hacia la montaña y pisaré aquel sagrado lugar. Quizá entonces me devore el fuego de Chei-Latuan, que sin duda habita en sus atrios, y caiga, aniquilado como una pequeña pavesa. Pero si sobrevivo, entonces poseeré una Gran Ciencia. 

 Madrid, Noviembre 1984 

Ferrol, Septiembre 1986

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